Barrio de Salamanca, un lunes de marzo. Buena temperatura, dulce compañía. En ese restaurante con nombre de película o de libro decimonónico nos espera un menú razonable con brownie de postre. Todo está bien. Un barrio “bien”; la mesa, bien servida; el camarero, bien enseñado; y nosotras, bien dispuestas a tomar una rica comida. Lo único díscolo son unas pequeñas "semillas" que empiezan a caer sobre el mantel, por supuesto, bien colocado. Se retiran con la mano, como si tal cosa, pero “esa” tal cosa, no dura. Lo que parecen briznas, tras el primer plato ya han colonizado el agua de los vasos y decorado el mantel de tal forma que, cuando el camarero recoge los primeros, se quedan dos círculos blancos a modo de técnica pictórica. La crema, afortunadamente, era de verduras así que “ojos que no ven, corazón que no siente”. En el segundo plato optamos por dar la vuelta a los vasos y asumir que beberíamos “a morro” para no ingerir las “semillitas in